Las prostitutas de los Juegos Olímpicos
EL PAÍS se sumerge en el día a día de un grupo de brasileñas
que dejaron atrás los estudios, a sus hijos y a su familia para prostituirse
durante los Juegos
Mujeres de varios Estados de Brasil están en Río para prostituirse
durante los Juegos. Luisa Dörr
María Martín
Río de Janeiro 2 AGO 2016 - 16:57 CEST
Tres palmadas en el aire pueden tener un poder perturbador.
Significan que un cliente está entrando y que la conversación y el descanso de
los pies, alzados en tacones de 15 centímetros, se han acabado. Nadie te llama
por tu nombre, ni te pide nada por favor. Es hora de levantarse, arreglarse la
minifalda y fingir. Por la puerta entran dos jóvenes japoneses imberbes, con
aspecto de nerds, que se sientan, en seguida, con una cerveza en la mano. A la
altura de sus ojos están las piernas de una decena de mujeres con historias muy
serias a sus espaldas, poco dinero y mucho maquillaje. Se disponen a elegir.
Estamos en un club nocturno de la turística Copacabana, a
menos de dos semanas de los Juegos Olímpicos. Las calles de los alrededores
arden con la presencia de decenas de mujeres que buscan dinero a cambio de
sexo. Pero aquí dentro el aburrimiento reina hasta bien avanzada la noche. En
los sofás, con los hombros cansados, pequeños hematomas en las piernas y largas
uñas con esmalte fluorescente, seis mujeres de todo Brasil cuentan sus
historias. La conversación continuará durante una semana en otro club nocturno,
en el centro de Río, en el que trabajan de lunes a viernes, en el piso de lujo
donde conviven con otras siete mujeres y en el taxi que las lleva diariamente a
trabajar, en los clubes o hasta en la playa.
Cada una de ellas lleva tatuada una historia: hay una
auxiliar de necropsia, una azafata de vuelo, una estudiante de fisioterapia,
una aspirante a masajista con el Nuevo Testamento en el bolso y varias madres.
También hay una miss y una futura ingeniera industrial que no quisieron
conceder entrevistas. Todas ellas tienen en común tres cosas: se acuestan con
hombres por dinero, odian su trabajo y han venido a Río a hacer una pequeña
fortuna durante los Juegos Olímpicos. Comparten también el sueño de comenzar de
nuevo: después de los Juegos, todas se imaginan recuperando una vida normal.
Quien trajo a estas mujeres a la ciudad, y continuará
trayendo a más hasta el final de los Juegos, es un matemático que nunca había
trabajado con prostitutas, que ha entrado en el negocio con un socio también
sin experiencia. No pretenden hacerse ricos, pero se apresuraron a inaugurar un
local en el centro de la ciudad para no perder el impulso turístico del evento
que llevará la antorcha olímpica a pocos metros de allí. Decidieron atraer a
mujeres de otros Estados porque los clientes locales dicen que se cansan de
tener siempre las mismas ofertas, pero, en realidad, llevar a mujeres de fuera,
alojarlas en un piso donde ellos mismos duermen y ofrecerles el transporte
ayuda a tenerlas controladas y evita que falten al trabajo o que causen
problemas por temor a ser expulsadas.
Es la hora del almuerzo en un piso de cuatro dormitorios en
una urbanización de lujo con vistas a las palmeras imperiales del Jardín
Botánico. En la cocina, Luiza (todos los nombres son ficticios) prepara un
delicioso plato típico con gambas, una excepción en una dieta que, por lo
general, se compone de pollo y carne. Hay dos turnos para que coman las 13
mujeres que viven allí. El primero tiene que salir a la una de la tarde a
camino del club, que atrae a encorbatados después del cierre de las oficinas, y
el segundo, que sale a las tres de la tarde. Comen e intentan repetir. Su
próxima comida será un pan con jamón, de pie, en el club.
Luiza tiene 32 años, vino del Estado de Espírito Santo, a
500 kilómetros de aquí, y aprendió a cocinar con una mujer a la que considera
su madre, la directora del orfanato donde vivió hasta los 19 años de edad.
Hacía casi una década que no se prostituía, pero regresó después de separarse
de su marido, por quien había salido de los clubs. Cuando comenzó a trabajar
como prostituta, tras salir del orfanato, sus ambiciones eran sencillas:
comprar salmón y comer algodón de azúcar, lujos para una niña sin infancia. Hoy
tiene que rehacer su vida y quiere abrir un restaurante, pero no tiene dinero.
Se enteró de la oferta de venir a Río a trabajar en este club y aceptó. A
disgusto. Es tímida: "Hasta hoy no consigo entrarles a los clientes",
dice. Luiza se quedará en Río hasta el 22 de agosto, fin de la competición, con
el objetivo de dejar atrás las calles para siempre.
La oferta que Luiza y las otras 12 mujeres recibieron
incluye el viaje de ida a Río, la alimentación, el transporte y el alojamiento
gratuito. A cambio, están obligadas a trabajar en el club ocho horas al día, de
lunes a viernes, a seducir a los clientes para que consuman y a prostituirse el
mayor número posible de veces cada noche. Los interesados pagan 100 reales (27
euros) para entrar en el local, 300 reales (81 euros) por acostarse con mujeres
y otros 100 reales por el cuarto. La prostitución no es un delito en Brasil y
está reconocida por el Ministerio de Trabajo desde 2012, pero lo que los socios
de la casa hacen se considera proxenetismo, que castigado con hasta cuatro años
de cárcel.
Carol, llena de tatuajes en las piernas y una larga melena
negra. Es de São Paulo (a 400 kilómetros de Río), tiene 22 años y no se despega
de Márcio, sentado en el sillón de la sala de estar. El joven es el taxista
responsable del transporte de las mujeres, un hombre con historias de amor
convulsas y mezcladas con el negocio de la prostitución, que muchas noches se
queda durmiendo en un colchón en el suelo. Ella se sienta en su regazo, lo
abraza y finge que lo está conquistando. Se siente muy sola, confiesa. "Mi
padre enfermó y tuve que vender mi moto para pagar las consultas. No me
arrepiento de haber decidido prostituirme porque entré para ayudar a mi
familia, pero tengo un lado muy solitario, y eso es lo más difícil. Más que
acostarme con alguien a quien no conozco y que no me gusta. No tengo novio, no
estoy cerca de mis padres, ni de mis amigos", explica Carol entre
lágrimas. "Hasta finales de este año quiero salir de esta vida, quiero
casarme, formar una familia y trabajar en lo que sea. No le deseo esto a
nadie". Cree que Río es su bote salvavidas para llegar hasta ahí.
Thais, de 24 años, creció en una familia evangélica y viajó
más de 1.200 kilómetros para llegar hasta aquí. Confiesa que está pensando en
abandonar temporalmente la carrera de Fisioterapia para extender su estancia en
Río durante todos los Juegos Olímpicos. Quiere ahorrar más dinero, invertir en
un posgrado, estudiar inglés y viajar al extranjero. "No sé qué hacer. Voy
a ganar más, pero no me voy a graduar con mis colegas y no sé ni qué decirle a
mis padres". Para su familia, ella está disfrutando de unas vacaciones.
"Nunca voy a recomendarle este camino a nadie. Cuando empecé, a los 19
años, pensé que iba a ser todo alegría, pero la alegría solo duró un mes. Mi
miedo es no conseguir salir, porque siempre encuentro excusas para volver. No
es un dinero fácil, pero es rápido. Es un vicio del diablo".
En su primera noche de trabajo en Río, en el club de Copacabana,
donde los japoneses acaban de entrar y donde los dueños obligan a las mujeres a
permanecer hasta las seis de la mañana si no consiguen un cliente, Maria ya
tenía en la cabeza la idea de irse. "Odio lo que hago. Pero es el único
camino rápido que tengo de hacer dinero, busqué tanto pero tanto empleo y no lo
conseguí... ", contaba vestida con un body escotado de leopardo y una
minifalda negra antes de que la conversación fuese interrumpida por las tres
palmadas. María pensaba quedarse en el apartamento hasta su graduación como
auxiliar de necropsia, en septiembre, pero abandonó esa idea el jueves.
"Vine con la expectativa de ganar dinero, tengo que pagar mis cuentas,
quiero estudiar en el extranjero, pero me dijeron que habría mucho movimiento y
no fue así", cuenta ya en el autobús hacia Goiás, a 1.700 quilómetros de
allí.
Es probable que María no sea la única en ver sus
expectativas frustradas de aquí al final de los Juegos Olímpicos. Los grandes
eventos deportivos suelen ser vistos como una fuente inagotable de dinero, pero
para muchas mujeres no es más que humo. Un estudio de campo del Observatorio de
la Prostitución, de la Universidad Federal de Río, indagó, por medio de
entrevistas sobre el impacto del Mundial de 2014, en las zonas de prostitución
más importantes de Río (Vila Mimosa, Ipanema, Copacabana, Lapa y el centro de
la ciudad) y llegó a la conclusión de que fue un mal negocio para muchas
prostitutas que trabajaron en las calles. Según el informe, las mujeres vieron
una disminución significativa en el número de clientes, tanto por la
concentración más alta de profesionales del sexo en las zonas más turísticas,
como por el poco movimiento en lugares como el centro de la ciudad durante los
días que fueron decretados festivos debido a evento. El portero del club de
Copacabana donde estamos dice, sin embargo, que en aquella época la cola de
clientes daba la vuelta la manzana.
Martha, que vino de São Paulo, tiene 22 años, una sonrisa
infantil y generosa y es una de las varias madres solteras del grupo. Sus
padres murieron y busca en Río un futuro para su hija, que se ha quedado a
cargo de su hermana, en paro. Se prostituye desde hace solo dos meses,
"cuando empezaron a faltar cosas en casa y no había ni para la
leche". Su último trabajo formal fue en una tienda de chocolate. "No
se puede criar a un niño con mil reales (280 euros), ¿no?", explica. Sus
problemas, sin embargo, van más allá de las compras en el supermercado.
Amenazada de muerte por el padre de su hija, que está en la cárcel, tiene que
salir de su ciudad antes de que él quede en libertad para sentirse a salvo.
Entre las más veteranas del grupo se impone la presencia de
Tamara, alta, corpulenta y con el pecho y el trasero más que generosos. Con 29
años, ya se ha prostituido en todos los rincones de Brasil, atraída por eventos
de todo tipo, e incluso hizo una gira por Europa. Criada en un colegio de
monjas y con un Nuevo Testamento siempre en el bolso, el discurso de Tamara es
crudo, sin intención de idealizar una profesión que también odia y que
difícilmente consigue ejercer sin drogas. "Empecé porque quería ir a la
universidad, pero pregúntame si he estudiado algo", provoca. "No.
Pero el dinero vicia tanto que no sabes salir". Entre las mentiras que
rodean este mundo, Tamara incluye el sueño de dejar las calles que todas sus
colegas, e incluso ella, alimentan. "No existe lo de exputa, lo que puede
ser es que pares durante un cierto tiempo, pero después vuelves a lo que sabes
hacer mejor", dice. "Estoy desesperada por salir, no voy a mentir.
Pero encontrar trabajo no está fácil. ¿Qué pasa si lo dejo y vuelvo a pasar
necesidad?"
Una semana después de encontrarlas por primera vez, la
convivencia y las conversaciones con el grupo revelaron algo más en común entre
ellas: cuando el ruido de los clubes se apaga y el rastro de alcohol y el sexo
se pierde por el desagüe de la ducha, lloran en silencio bajo el edredón.
http://deportes.elpais.com/deportes/2016/07/30/actualidad/1469906880_281684.html